Santiago
Se queda un largo rato
agachada en silencio. Yo me levanto y me voy a pasear por entre las tumbas.
Habrá pasado poco tiempo desde que la conozco, pero se reconocer esos momentos
en los que prefiere estar sola. De todos modos, sigue siendo muy complicado
acercarme a ella. Verónika es como una flor de estación: se abre en un tiempo
determinado, bajo las circunstancias adecuadas y solo por un momento. El truco
es saber reconocer ese momento, para poder tomar la flor y tenerla para siempre.
Claro que es más fácil saber cuándo arrancar una flor que darte cuenta cuando
tenés que hacer una movida.
Verónika se levanta y
se sacude el polvo de lo jeans ajustados. Se voltea para verme y yo trato de
disimular la cara de idiota que tenía hace un segundo cuando la veía. Le sonrío
y ella lo hace a su vez. Se cruza de brazos delante de mí.
— Mejor vayamos a
entrenar —se muerde el labio inferior—. Estoy podrida de buscar flores y
necesito despejarme.
— ¿Y si mejor nos
vamos a dar una vuelta? —señalo el portón a mis espaldas con el pulgar.
— ¿Me estás cargando?
—enarca una ceja, desconfiada. Yo sonrío de una forma maliciosa y le guiño un
ojo.
— Algún día tendremos
que salir —le extiendo una mano— ¿por qué no esta noche? Esta noche es perfecta
—la miro directo a los ojos, a esos grande y bellísimos orbes de luz dorada—.
Me corrijo: esta noche, todo es perfecto.
Verónika duda un
instante, pero luego acerca la mano, lentamente. Cuando nuestros dedos se
rozan, un cosquilleo me recorre todo el cuerpo. Estoy nervioso, pero espero que
no se me note.
De la mano, recorremos
el sinuoso y estrecho camino de piedras sueltas y pequeños pozos que llevan
hasta la salida de Camposanto, el único mundo que conozco. Coloco mi mano
derecha sobre el gigantesco portón oxidado y empujo con fuerza, produciendo un
chirrido que espero que no se escuche dónde está Iván. Pongo un pie en el
camino y me quedo estático.
— ¿Pasa algo? —niego
con la cabeza.
— No pasa nada —y no
podría ser más sincero. De algún modo, una pequeña parte de mi cerebro tenía la
estúpida idea de que una vez que saliera de Camposanto, todos los recuerdos de
mi vida pasada volverían. Pero no pasó nada— Vámonos —le digo, tratando de
disimular mi decepción. Verónika asiente y comenzamos a caminar por un sencillo
camino de tierra, uno junto al otro.
El pueblo al que
pertenece Camposanto es una pequeña localidad de la costa. Apenas un conjunto
de casas con tres calles pavimentadas. No se ve ni un solo edificio que supere
los tres pisos. Casi todas son casa, sino locales pequeños, todos cerrados.
— ¿Qué hora es?
—Verónika se encoje de hombros.
— No sé, no tengo
reloj —mira a su alrededor—. Serán cerca de las tres. Tres o cuatro de la
madrugada.
— ¿Vos decís que hay
un boliche escondido por algún lado? —me lanza una sonrisa torcida, como si lo
que dijera fuera una ridiculez. Reconozco que tiene su parte ridícula esperar
encontrar un boliche en un pueblo como este.
— Dudo que esta gente
tenga vida nocturna —nos detenemos para reímos un rato antes de continuar.
— Siempre quise
quedarme despierto toda la noche y ver el amanecer —comento, en parte para
ella, pero mayormente para mismo.
— ¿De verdad nunca lo
hiciste? — niego con la cabeza y noto que está muy sorprendida.
— ¿Qué tiene?
— Es que llevás más de
tres meses vivo y todavía no viste un amanecer —entrecierra los ojos a la vez
que mueve levemente la cabeza de un lado a otro—. ¿Por qué?
— ¿Vos viste uno?
—replico.
— No es a mí a quien
le importa ver un amanecer.
— Hay que esperar el
momento adecuado —espero a que asimile la indirecta—. ¿No te parece?
— Supongo, pero si
dejas que pase el tiempo, esperando la oportunidad, se te va a escapar el
amanecer —es hábil. Le sonrío. En mi interior surgen unos deseos incontrolables
de agarrarle la mano, acariciar su rostro y besar sus labios. Cuando salgo de
mi fuero interno, noto que Verónika se ha alejado en dirección a una pequeña
plaza. Se pone de pie sobre el asiento de la hamaca y comienza a balancearse.
Me siento en la hamaca de al lado, un poco frustrado.