Un aguacero helado caía sobre todo
el pueblo. El viento soplaba y mecía las nudosas ramas de sauces que estaban
más muertos que vivos. En medio de un reguero de tumbas, que no parecían tener
orden alguno, un hombre estaba de pie. En su mano derecha sostenía un paraguas
rojo oscuro. Su mano izquierda tenía un cigarrillo a medio acabar. Contemplaba
a tres criaturas muy extrañas. Eran solo huesos, con fuego en las cuencas
negras. Sus movimientos eran mecánicos y vacilantes. Cavaban la tumba con las
manos huesudas. El hombre, rubio pálido y de nariz aplastada, los observaba con
una mezcla de aburrimiento e impaciencia.
Esto va muy lento, pensó arrojando el cigarrillo al suelo
muerto y mojado. Hace dos horas y media que los Descarnados están
cavando. ¿Acaso piensan tomarse toda la no-vida? Sonrió ante su propio
chiste. De todos modos, dio media vuelta exasperado cuando se oyó el castañeo
de los dientes de uno de los esqueletos. El hombre, ansioso, dio tres zancadas
hacia el pozo. Dentro había un finísimo ataúd de roble, probablemente importado
con elegantes detalles tallados. Sin poder aguantarse, el hombre dijo algo que
no se entendió, pero que sonó horrible, y los Descarnados retrocedieron
aterrados. Luego hizo un gesto, como si arrojara algo sobre su hombro. La tapa
del féretro salió disparada por los aires. Cayó sobre una de las criaturas
esqueléticas. Sus compañeros intentaban levantar la tapa mientras su amo
contemplaba el cadáver que acaba de revelar.
Una muchacha de cabello espeso,
lleno de bucles color café. Sus rostro era suave y su mandíbula, fuerte. Su
piel era de un color celeste pálido, causado por la muerte y su frío entierro.
Tenía tres cicatrices sobre el ojo izquierdo y un lazo negro en el cuello.
Llevaba un sencillo vestido de seda negra y su brazo derecho reposaba en su
pecho. El otro simplemente no estaba. Al parecer, se lo habían arrancado, a la
altura del hombro, poco antes de que la muchacha muriese. Para disimular,
habían metido cientos de acónitos.
Satisfecho con la excavación, el hombre miro a los dos Descarnado
que quedaban y señalo la fosa.
— Sáquenla de ahí —ordenó con voz
fría. Las criaturas esqueléticas corrieron torpemente hacía la tumba, sacaron,
con todo el cuidado posible, a la muchacha sin vida y la dejaron suavemente en
el suelo. El hombre se arrodilló a su lado, le colocó una mano en la frente y
la otra sobre el vientre. Pronunció otra serie de palabras en ese idioma
extraño y macabro. Mientras hablaba, el pecho de la muchacha se inflaba
lentamente. Sus parpados temblaron un poco y lentamente los abrió. Fue como si
despertara de un largo sueño.
El hombre de rostro arrugado y ojos
oscuros ayudo a la muchacha a levantarse. Algo tambaleante, ella dio sus
primeros pasos en su nueva vida. Sus ojos, del color del sol, recorrieron el
lugar sin fijarse en nada en particular, hasta llegar al foso del que acababa
de salir. Sus ojos ascendieron lentamente para ver la lápida de granito y leyó
la inscripción:
Verónika Medina
Debajo había un epitafio largo y
elaborado que ella ni siquiera vio. Comprendió de inmediato lo que pasaba. El
hombre colocó su mano sobre el hombro de Verónika.
— Bienvenida, hija mía —sonrió de
una forma extraña—. Bienvenida a tu nueva vida.
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