Miles de personas y me elegiste a
mí.
En la oscuridad estaba y me sacaste de ahí.
VerónikaEn la oscuridad estaba y me sacaste de ahí.
Me encuentro sentada
con las piernas cruzadas en el suelo de mi cuarto, rodeada por docenas de
frascos, piedras y con una tiza en la mano. Un libro de tapas negras y duras
descansa en mi regazo. Paso el dedo por las pulcras letras esmeralda, siguiendo
la receta. Preparar un catalizador de energía es una tarea elaborada y
minuciosa. En otras palabras: difícil. Coloco el jugo de escarabajo en un
recipiente, junto con el óxido de plomo y el cobalto. Otro catalizador: un
trozo de hierro embebido en ámbar. Preparo los otros cinco catalizadores. Con
la tiza dibujo un círculo con una estrella de siete puntas en el interior.
Coloco un catalizador en cada punta y dibujo las runas y pictogramas adecuados.
En el centro va una barra de carbono. Cierro los ojos y pronuncio las palabras
de Transmutación Terrenal.
Abro los ojos y en el
centro del círculo hay un trozo de madera. Chasqueo la lengua decepcionada.
Debería convertirse en carne. Instintivamente me froto la mano izquierda,
metálica. Artificial. Ya han pasado tres meses y aún soy incapaz de hacer una
transmutación orgánica. Arrojo el pedazo de madera lo más lejos que puedo.
Oigo pasos bajando por
las escaleras. Pronuncio la palabra de Limpieza, la cual hace que todos los
catalizadores vuelvan a sus repisas y la tiza se limpie del suelo. Santiago
entra a mi pieza. Se saca el cabello que le cubre la cara y me sonríe.
— Vamos, Roni. Iván
nos quiere ver —me levanto del suelo de granito, al tiempo que cierro el libro—
¿Qué hacías?
— Estudiaba el grimorio
que Iván me dio. Algo que se supone que ambos
deberíamos hacer —sonrío al tiempo que le lanzo una mirada acusadora. Él se
rasca la cabeza.
— Yo no soy del tipo
estudioso —pongo los ojos en blanco, resignada.
Santiago es mi
compañero de piso, por así decirle. Es un chico que tendría unos veinte cuando
murió. Es alto y flacucho con la piel de un pálido enfermo, probablemente debido
al terreno en que fue enterrado. Su melena greñuda, que le llega a los hombros,
enmarca una cara alargada, unos ojos oscuros, grandes y cargados de un brillo
inexplicablemente amigable. Cuando murió le habían arrancado la mandíbula, por
lo que Iván tuvo que cosérsela. Como ya no podemos regenerarnos del mismo modo
que antes, todavía lleva la línea de costuras sobre las mejillas. Mientras
subimos las escaleras de caracol, no dejo de preguntarme que pudo haberle
pasado. La clase de muerte que tuvo me resulta muy violenta, extraña e
intrigante. Me gustaría que alguien me lo dijera, pero sé que es imposible. Ni
él ni yo recordamos que pasó antes de despertar en el cementerio. Paso el dedo
índice por la línea de puntos que rodea mi cuello, uniendo mi cabeza con el
resto de mi cuerpo, y trago saliva.
Llegamos al final de
la escalera, el piso al nivel del suelo. Iván está sentado frente a la mesa de
piedra, donde Santiago despertó hace tres meses aproximadamente. Está observando,
fascinado, una cucaracha. Santiago me mira y me susurra:
— Sabía que estaba
medio loco, pero esto es un exceso —me rio por lo bajo e Iván tose.
— Un exceso fue dejarte
la boca abierta, Santiago —el aludido traga saliva. Iván suelta una risotada—.
Deberías ver tu cara —su semblante vuelve a ensombrecerse—. Necesito que vayan
a buscarme unas hierbas y que vayan a entrenar.
— Pero si ya
entrenamos está mañana —me quejo.
— No importa
—sentencia el Nigromante enojado—. Los necesito en forma, si llegamos a
descuidarnos…
—…perdemos Camposanto
—completa Santiago—. Lo sabemos.
— Si lo supieran no
harían tantas preguntas. Ahora vayan —contesta señalando la puerta.
Empujo la reja oxidada
del mausoleo que tenemos por hogar. Salimos a la noche fría de mayo. Hay algo
de niebla en el ambiente pero apenas si siento frío. Es una de las ventajas de
estar muerta. Santiago va al lado mío, silbando. Mientras miro por los
alrededores, buscando alguna belladona o una hierba luminiscente, golpeo la
palma de mi mano contra el muslo siguiendo el ritmo de los silbidos.
— ¿Cuándo te teñiste
el pelo?
— No lo he hecho
—contesto sin mirarlo—. Desde que desperté que mi pelo se va tornando rojo en las
puntas —me paso la mano por la cola que me hecho.
— Está bonito. Te
queda bien —siento su sonrisa.
— Gracias —me volteo y
le sonrío—. A ti te pega el no peinarte.
— ¿Qué querías hacer
antes, cuando bajé a buscarte? —trago saliva antes de contestar. No le veo
objeto a mentir, por lo que le digo la verdad.
— Trataba de
transmutar algo inorgánico en carne —me pongo de cuclillas para examinar más de
cerca una flor.
— Por lo que veo,
salió mal —lo miro de soslayo, una mirada asesina—. Okey, supongo que no era lo
que querías escuchar —me enseña las palmas. Luego se agacha junto a mí—
¿Sientes algo cuando hago esto? — me toma de la mano izquierda. Niego con la
cabeza y aparto mi mano. En realidad si siento algo, es como si tocara algo con
un palo: siento la presión que ejerce pero no siento su textura o su calor. Me
sube un hormigueo por la espalda. De todos modos le sonrío.
— No te preocupes por
mí. Estoy bien— sus ojos café me atraviesan, como si dijeran “Sé que no es así
pero no voy a presionarte”. Me siento agradecida por eso.
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