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martes, 30 de diciembre de 2014

Parte II

Santiago
Se queda un largo rato agachada en silencio. Yo me levanto y me voy a pasear por entre las tumbas. Habrá pasado poco tiempo desde que la conozco, pero se reconocer esos momentos en los que prefiere estar sola. De todos modos, sigue siendo muy complicado acercarme a ella. Verónika es como una flor de estación: se abre en un tiempo determinado, bajo las circunstancias adecuadas y solo por un momento. El truco es saber reconocer ese momento, para poder tomar la flor y tenerla para siempre. Claro que es más fácil saber cuándo arrancar una flor que darte cuenta cuando tenés que hacer una movida.
Verónika se levanta y se sacude el polvo de lo jeans ajustados. Se voltea para verme y yo trato de disimular la cara de idiota que tenía hace un segundo cuando la veía. Le sonrío y ella lo hace a su vez. Se cruza de brazos delante de mí.
— Mejor vayamos a entrenar —se muerde el labio inferior—. Estoy podrida de buscar flores y necesito despejarme.
— ¿Y si mejor nos vamos a dar una vuelta? —señalo el portón a mis espaldas con el pulgar.
— ¿Me estás cargando? —enarca una ceja, desconfiada. Yo sonrío de una forma maliciosa y le guiño un ojo.
— Algún día tendremos que salir —le extiendo una mano— ¿por qué no esta noche? Esta noche es perfecta —la miro directo a los ojos, a esos grande y bellísimos orbes de luz dorada—. Me corrijo: esta noche, todo es perfecto.
Verónika duda un instante, pero luego acerca la mano, lentamente. Cuando nuestros dedos se rozan, un cosquilleo me recorre todo el cuerpo. Estoy nervioso, pero espero que no se me note.
De la mano, recorremos el sinuoso y estrecho camino de piedras sueltas y pequeños pozos que llevan hasta la salida de Camposanto, el único mundo que conozco. Coloco mi mano derecha sobre el gigantesco portón oxidado y empujo con fuerza, produciendo un chirrido que espero que no se escuche dónde está Iván. Pongo un pie en el camino y me quedo estático.
— ¿Pasa algo? —niego con la cabeza.
— No pasa nada —y no podría ser más sincero. De algún modo, una pequeña parte de mi cerebro tenía la estúpida idea de que una vez que saliera de Camposanto, todos los recuerdos de mi vida pasada volverían. Pero no pasó nada— Vámonos —le digo, tratando de disimular mi decepción. Verónika asiente y comenzamos a caminar por un sencillo camino de tierra, uno junto al otro.

El pueblo al que pertenece Camposanto es una pequeña localidad de la costa. Apenas un conjunto de casas con tres calles pavimentadas. No se ve ni un solo edificio que supere los tres pisos. Casi todas son casa, sino locales pequeños, todos cerrados.
— ¿Qué hora es? —Verónika se encoje de hombros.
— No sé, no tengo reloj —mira a su alrededor—. Serán cerca de las tres. Tres o cuatro de la madrugada.
— ¿Vos decís que hay un boliche escondido por algún lado? —me lanza una sonrisa torcida, como si lo que dijera fuera una ridiculez. Reconozco que tiene su parte ridícula esperar encontrar un boliche en un pueblo como este.
— Dudo que esta gente tenga vida nocturna —nos detenemos para reímos un rato antes de continuar.
— Siempre quise quedarme despierto toda la noche y ver el amanecer —comento, en parte para ella, pero mayormente para mismo.
— ¿De verdad nunca lo hiciste? — niego con la cabeza y noto que está muy sorprendida.
— ¿Qué tiene?
— Es que llevás más de tres meses vivo y todavía no viste un amanecer —entrecierra los ojos a la vez que mueve levemente la cabeza de un lado a otro—. ¿Por qué?
— ¿Vos viste uno? —replico.
— No es a mí a quien le importa ver un amanecer.
— Hay que esperar el momento adecuado —espero a que asimile la indirecta—. ¿No te parece?

— Supongo, pero si dejas que pase el tiempo, esperando la oportunidad, se te va a escapar el amanecer —es hábil. Le sonrío. En mi interior surgen unos deseos incontrolables de agarrarle la mano, acariciar su rostro y besar sus labios. Cuando salgo de mi fuero interno, noto que Verónika se ha alejado en dirección a una pequeña plaza. Se pone de pie sobre el asiento de la hamaca y comienza a balancearse. Me siento en la hamaca de al lado, un poco frustrado.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Parte I

Miles de personas y me elegiste a mí.
En la oscuridad estaba y me sacaste de ahí.
Verónika
Me encuentro sentada con las piernas cruzadas en el suelo de mi cuarto, rodeada por docenas de frascos, piedras y con una tiza en la mano. Un libro de tapas negras y duras descansa en mi regazo. Paso el dedo por las pulcras letras esmeralda, siguiendo la receta. Preparar un catalizador de energía es una tarea elaborada y minuciosa. En otras palabras: difícil. Coloco el jugo de escarabajo en un recipiente, junto con el óxido de plomo y el cobalto. Otro catalizador: un trozo de hierro embebido en ámbar. Preparo los otros cinco catalizadores. Con la tiza dibujo un círculo con una estrella de siete puntas en el interior. Coloco un catalizador en cada punta y dibujo las runas y pictogramas adecuados. En el centro va una barra de carbono. Cierro los ojos y pronuncio las palabras de Transmutación Terrenal.
Abro los ojos y en el centro del círculo hay un trozo de madera. Chasqueo la lengua decepcionada. Debería convertirse en carne. Instintivamente me froto la mano izquierda, metálica. Artificial. Ya han pasado tres meses y aún soy incapaz de hacer una transmutación orgánica. Arrojo el pedazo de madera lo más lejos que puedo.
Oigo pasos bajando por las escaleras. Pronuncio la palabra de Limpieza, la cual hace que todos los catalizadores vuelvan a sus repisas y la tiza se limpie del suelo. Santiago entra a mi pieza. Se saca el cabello que le cubre la cara y me sonríe.
— Vamos, Roni. Iván nos quiere ver —me levanto del suelo de granito, al tiempo que cierro el libro— ¿Qué hacías?
— Estudiaba el grimorio que Iván me dio. Algo que se supone que ambos deberíamos hacer —sonrío al tiempo que le lanzo una mirada acusadora. Él se rasca la cabeza.
— Yo no soy del tipo estudioso —pongo los ojos en blanco, resignada.
Santiago es mi compañero de piso, por así decirle. Es un chico que tendría unos veinte cuando murió. Es alto y flacucho con la piel de un pálido enfermo, probablemente debido al terreno en que fue enterrado. Su melena greñuda, que le llega a los hombros, enmarca una cara alargada, unos ojos oscuros, grandes y cargados de un brillo inexplicablemente amigable. Cuando murió le habían arrancado la mandíbula, por lo que Iván tuvo que cosérsela. Como ya no podemos regenerarnos del mismo modo que antes, todavía lleva la línea de costuras sobre las mejillas. Mientras subimos las escaleras de caracol, no dejo de preguntarme que pudo haberle pasado. La clase de muerte que tuvo me resulta muy violenta, extraña e intrigante. Me gustaría que alguien me lo dijera, pero sé que es imposible. Ni él ni yo recordamos que pasó antes de despertar en el cementerio. Paso el dedo índice por la línea de puntos que rodea mi cuello, uniendo mi cabeza con el resto de mi cuerpo, y trago saliva.
Llegamos al final de la escalera, el piso al nivel del suelo. Iván está sentado frente a la mesa de piedra, donde Santiago despertó hace tres meses aproximadamente. Está observando, fascinado, una cucaracha. Santiago me mira y me susurra:
— Sabía que estaba medio loco, pero esto es un exceso —me rio por lo bajo e Iván tose.
— Un exceso fue dejarte la boca abierta, Santiago —el aludido traga saliva. Iván suelta una risotada—. Deberías ver tu cara —su semblante vuelve a ensombrecerse—. Necesito que vayan a buscarme unas hierbas y que vayan a entrenar.
— Pero si ya entrenamos está mañana —me quejo.
— No importa —sentencia el Nigromante enojado—. Los necesito en forma, si llegamos a descuidarnos…
—…perdemos Camposanto —completa Santiago—. Lo sabemos.
— Si lo supieran no harían tantas preguntas. Ahora vayan —contesta señalando la puerta.
Empujo la reja oxidada del mausoleo que tenemos por hogar. Salimos a la noche fría de mayo. Hay algo de niebla en el ambiente pero apenas si siento frío. Es una de las ventajas de estar muerta. Santiago va al lado mío, silbando. Mientras miro por los alrededores, buscando alguna belladona o una hierba luminiscente, golpeo la palma de mi mano contra el muslo siguiendo el ritmo de los silbidos.
— ¿Cuándo te teñiste el pelo?
— No lo he hecho —contesto sin mirarlo—. Desde que desperté que mi pelo se va tornando rojo en las puntas —me paso la mano por la cola que me hecho.
— Está bonito. Te queda bien —siento su sonrisa.
— Gracias —me volteo y le sonrío—. A ti te pega el no peinarte.
— ¿Qué querías hacer antes, cuando bajé a buscarte? —trago saliva antes de contestar. No le veo objeto a mentir, por lo que le digo la verdad.
— Trataba de transmutar algo inorgánico en carne —me pongo de cuclillas para examinar más de cerca una flor.
— Por lo que veo, salió mal —lo miro de soslayo, una mirada asesina—. Okey, supongo que no era lo que querías escuchar —me enseña las palmas. Luego se agacha junto a mí— ¿Sientes algo cuando hago esto? — me toma de la mano izquierda. Niego con la cabeza y aparto mi mano. En realidad si siento algo, es como si tocara algo con un palo: siento la presión que ejerce pero no siento su textura o su calor. Me sube un hormigueo por la espalda. De todos modos le sonrío.

— No te preocupes por mí. Estoy bien— sus ojos café me atraviesan, como si dijeran “Sé que no es así pero no voy a presionarte”. Me siento agradecida por eso.

PREFACIO

Un aguacero helado caía sobre todo el pueblo. El viento soplaba y mecía las nudosas ramas de sauces que estaban más muertos que vivos. En medio de un reguero de tumbas, que no parecían tener orden alguno, un hombre estaba de pie. En su mano derecha sostenía un paraguas rojo oscuro. Su mano izquierda tenía un cigarrillo a medio acabar. Contemplaba a tres criaturas muy extrañas. Eran solo huesos, con fuego en las cuencas negras. Sus movimientos eran mecánicos y vacilantes. Cavaban la tumba con las manos huesudas. El hombre, rubio pálido y de nariz aplastada, los observaba con una mezcla de aburrimiento e impaciencia.
Esto va muy lento, pensó arrojando el cigarrillo al suelo muerto y mojado. Hace dos horas y media que los Descarnados están cavando. ¿Acaso piensan tomarse toda la no-vida? Sonrió ante su propio chiste. De todos modos, dio media vuelta exasperado cuando se oyó el castañeo de los dientes de uno de los esqueletos. El hombre, ansioso, dio tres zancadas hacia el pozo. Dentro había un finísimo ataúd de roble, probablemente importado con elegantes detalles tallados. Sin poder aguantarse, el hombre dijo algo que no se entendió, pero que sonó horrible, y los Descarnados retrocedieron aterrados. Luego hizo un gesto, como si arrojara algo sobre su hombro. La tapa del féretro salió disparada por los aires. Cayó sobre una de las criaturas esqueléticas. Sus compañeros intentaban levantar la tapa mientras su amo contemplaba el cadáver que acaba de revelar.
Una muchacha de cabello espeso, lleno de bucles color café. Sus rostro era suave y su mandíbula, fuerte. Su piel era de un color celeste pálido, causado por la muerte y su frío entierro. Tenía tres cicatrices sobre el ojo izquierdo y un lazo negro en el cuello. Llevaba un sencillo vestido de seda negra y su brazo derecho reposaba en su pecho. El otro simplemente no estaba. Al parecer, se lo habían arrancado, a la altura del hombro, poco antes de que la muchacha muriese. Para disimular, habían metido cientos de acónitos.
Satisfecho con la excavación, el hombre miro a los dos Descarnado que quedaban y señalo la fosa.
— Sáquenla de ahí —ordenó con voz fría. Las criaturas esqueléticas corrieron torpemente hacía la tumba, sacaron, con todo el cuidado posible, a la muchacha sin vida y la dejaron suavemente en el suelo. El hombre se arrodilló a su lado, le colocó una mano en la frente y la otra sobre el vientre. Pronunció otra serie de palabras en ese idioma extraño y macabro. Mientras hablaba, el pecho de la muchacha se inflaba lentamente. Sus parpados temblaron un poco y lentamente los abrió. Fue como si despertara de un largo sueño.
El hombre de rostro arrugado y ojos oscuros ayudo a la muchacha a levantarse. Algo tambaleante, ella dio sus primeros pasos en su nueva vida. Sus ojos, del color del sol, recorrieron el lugar sin fijarse en nada en particular, hasta llegar al foso del que acababa de salir. Sus ojos ascendieron lentamente para ver la lápida de granito y leyó la inscripción:
Verónika Medina
Debajo había un epitafio largo y elaborado que ella ni siquiera vio. Comprendió de inmediato lo que pasaba. El hombre colocó su mano sobre el hombro de Verónika.

— Bienvenida, hija mía —sonrió de una forma extraña—. Bienvenida a tu nueva vida.